Creatividad

Por unos cromos

Se dedicaba a hacer cualquier tipo de trabajo, por una módica suma o, en su caso, una propina. Aunque inicialmente el plan, para ganar pasta, estuvo mal enfocado. Quería recibir monedas a cambio de realizar sus obligaciones. En casa no entendían su actitud, más de una vez le riñeron, ante ello, se encerraba y lamentaba que no lo comprendieran, nadie se ponía en su pellejo, podrían ser más empáticos, en cambio, eran unos tontos, sí, unos tontos —se repitió—.
En su habitación trataba de encontrar una solución. Cualquier trabajo, sí —se decía—, pero no a cualquier precio (lo tenía claro). Su labor tendría que darle el suficiente respaldo económico, pues efectuaba demasiadas labores para ganar poco, me ven como una birria —lamentaba.
Cerca había un cementerio. Los fines de semana la gente se reunía ahí, a veces, cuando acompañaba a sus padres, observaba que había niños ofreciéndose a traer agua para echar a las flores o limpiar las lápidas, su buena disposición era bien gratificada, por eso se le ocurrió hacer lo mismo. Sin embargo, las cosas no fueron como pensaba, se tenían que realizar muchos encargos y, cuando se ofrecía, no todos eran amables, algunos, incluso, se sentían incómodos con su presencia, otros entendían que era un servicio de la iglesia, se disculpaban y no le daban nada. Solo probó un par de fines de semana, tampoco le interesó continuar, porque había una especie de sindicato de chavales y consideraban que les hacía competencia desleal, además el trabajo era para los más necesitados, no para él, luego, con amenazas, lo conminaron a abandonar el sitio, esa fue una de las razones para darse cuenta de que eso no era para él.
Más adelante se le ocurrió hacer los recados para la gente mayor del bloque, había visto a muchos y, alguna vez, les prestó ayuda, se comenzó a ofrecer sin solicitar un monto determinado, le daba igual, sabía que eran generosos. Lo trataban bien, como si fuera un miembro más de su familia, había encontrado la ocupación de su vida, a la que mejor se adaptaba. A veces, también le daban chocolatinas, las recibía con la condición de que no se enteraran sus padres.
Cuando logró juntar el dinero necesario, después de todo el esfuerzo, cogió la pequeña hucha en donde lo guardaba, antes lo tenía almacenado en una bolsa, pero sentía el temor de perderlo, pues en su cuarto pasaban sucesos extraños. En una oportunidad le regalaron un reloj con calculadora, se veía bien en su muñeca. Un día lo dejó encima de su escritorio, salió a divertirse con los colegas; al volver, no estaba ahí, lo buscó por todas partes: debajo de la cama, en el colchón, en los cajones de su cómoda; se esfumó. Trató de tranquilizarse para poder hallarlo, fue imposible, en casa nadie supo darle razón alguna, tal vez eran los fantasmas, ellos hacían desaparecer las cosas, se burlaban de la gente, así lo había leído en una revista de misterio. Era mejor darlo por perdido y ponerse a otra cosa. En esta oportunidad los fantasmas no me quitarán las monedas —se dijo—, además la alforja estaba bien custodiada, no se separaba de ella.
Dispuso las monedas encima de la cama, las extendió sobre el edredón, notó el contraste entre los colores, tan chulas —se dijo—, se puso a jugar con ellas. De mayor se dedicaría a coleccionarlas, sería un pasatiempo interesante, las contó y, efectivamente, ahora podría comprar los cromos que tanto ansiaba, los de la colección: Los mejores … del mundo.
Los había de todo tipo, los vio en la tv, había cromos simples, en donde aparecían los … menos famosos, y dorados, con los que cualquiera fliparía, si se hacía con ellos se convertiría en la envidia de la escuela, eso sí, lamentaba no haber comprado el álbum el día en que fueron a venderlo a la escuela, pero solo tenía un par de euros para el recreo, tenía que invertirlo, sí o sí, en su merienda. En ocasiones le apetecían chuches, pero estaban prohibidas, le dijeron que no eran saludables, podían estropear sus dientes y, si se le caían, el Ratoncito Pérez no le dejaría dinero, pues solo dejaba pasta por las piezas en buen estado, temía más lo segundo, no tanto a no tener una buena dentadura, por consiguiente, se los lavaba concienzudamente, en ese acto se cumplía el dicho: Por interés te quiero Andrés. Al día siguiente iría a la tienda, volvió a contar las monedas, compraría muchos cromos…
Durante la noche le fue imposible conciliar el sueño, durmió la mitad del tiempo acostumbrado, estaba desesperado, se despertó pronto, en ese momento le hubiera gustado ir a la tienda, pero no podía, estaba cerrada, tendría que esperar hasta las diez de la mañana, la espera se le haría eterna.
Trató de volver a dormir… fue imposible, miraba a todas partes y pensaba en lo que haría cuando tuviera esas piezas de colección en sus manos. Se sentiría muy afortunado, sería feliz, no tenía más adjetivos. Cuando amaneció, se levantó, recontó las monedas y fue a desayunar.
Cuando su madre vio que se acercaba a la mesa, ¿un poquito de zumo, cariño?, ¿quieres que te tueste el pan? —este trato le resultaba insoportable— ya no era un niño, era un púber —se decía. Venga, escoge lo que quieras, ¿no te apetece? No comas tan rápido, hasta cuando tengo que repetirte lo mismo —le dijo—, no te eches tanta mantequilla, no abuses de la mermelada, no sé lo que te traes entre manos, pero no puedes comer de ese modo, puedes atragantarte.
Terminó de desayunar. Cuando se levantó de la mesa, miró el reloj y eran las nueve y media, pero antes de ir a su habitación su madre le recordó que tenía que recoger todo: Solo los animalitos dejan los trastos sin limpiar. A regañadientes hizo lo que le dijo, muy bien, ves, no cuesta nada, ¿no te sientes mejor contigo mismo?, venga, ve a hacer lo que tengas que hacer, no te quiero ver —soltó una carcajada.
Fue a su cuarto sin dejar de pensar en sus tesoros, iría a la tienda y le diría a la encargada: Deme … sobrecitos, ¿puedo escogerlos?, los cogería con su mano de la suerte, la izquierda, sin embargo, no estaba seguro de esto último, generalmente la señora daba los que quería, a pesar de todo, intentaría poner en práctica su amabilidad, con ese don, tal vez, lo conseguiría.
Salió de casa y enrumbó hacía la tienda, faltaba poco para que abriera el local, quería ser el primer cliente del día. ¡No lo podía creer!, tendría lo que tanto ansiaba. Recorrió los bloques pensando, no prestó atención a nada, iba a lo suyo, se imaginaba con las tarjetas en su poder. En el trayecto se encontró con un amigo, iba al mismo lugar. Iban conversando, ambos coincidían en que la colección era la mejor de la historia, quizás los ímpetus de su amigo eran más que los de él, de vez en cuando le mostraba el dinero. No se le ocurrió preguntar como lo había conseguido, suponía que su padre se lo había dado; a ese chico le sobraba la pasta, siempre fue así. Hubiera sido mejor ir por otro sitio, así no me hubiera encontrado con este pesado —se dijo—, pero era difícil no hacerlo, el camino que había elegido era el más corto, podía tomar otro… era perder el tiempo.
Llegaron juntos a la tienda, la encargada los miró y preguntó: ¿en qué puedo ayudaros? Lamentó no poder poner en práctica su zalamería, por consiguiente, no podría utilizar su mano de la suerte. Si hubiera salido antes ya estaría de regreso, pero no valía la pena atormentarse, ya estaba ahí, eso era lo que importaba, y bien ¿en qué puedo ayudaros?, venimos a por unos sobrecitos de cromos (respondieron al unísono), muy bien, pero como comprenderéis no puedo atenderos a los dos al mismo tiempo. Para demostrar que no estaba desesperado, dijo: atiéndalo a él, yo no tengo apuro, esperaré. Entonces, como se habían puesto de acuerdo, su amigo cogió primero los sobres y allí mismo los abrió, luego comenzó a revisar su contenido; mientras hacía eso, miraba los que le habían tocado, no eran nada del otro mundo, los dorados eran difíciles, no le tocarían, todos estaban reservados para él —se recalcó—, en ese instante, vio como aparecía uno de los que él quería y le dijo: qué suerte tienes —mientras decía eso pensó: maldita la hora en que te dejé pasar primero…

Mitchel Ríos

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