Creatividad

Hacia ningún lado

Había decidido salir a conocer el mundo, se había creado una necesidad en mí difícil de explicar. Una mañana me levanté con ganas de traspasar mis fronteras, dejar atrás mis taras y hacerme ciudadano del universo.
Comencé a guardar mis pertenencias en una maleta —no tenía demasiadas—, un par de camisetas, medias, ropa interior, una gorra y un libro para ir leyendo en el camino, como no podía llevarme todos los libros adquiridos, fruto del trabajo y la abstinencia —en todos los sentidos—, tuve problemas para elegir el adecuado.
La selección de la ropa no me complicaba la vida, sin embargo, un texto sí. Debía ser uno que me entretuviera y fuera posible releerlo, por eso me decidí por «La vuelta al mundo en ochenta días», tal vez sería un libro agorero, y si tenía suerte, la duración de mi viaje. La edición que poseía era una que salió con un periódico, lo regalaban, al ser el primero bastaba con comprar la edición impresa, era amigo del dueño del puesto de periódicos, me separaba la edición, no tenía que preocuparme por madrugar.
Cuando leí ese libro estaba dedicándome a la vida bohemia, beber hasta caerme de culo y despertar en antros de mala muerte, en ocasiones terminaba la fiesta en casa de algún amigo, entre poetas, revolucionarios, ensayistas, novelistas y cuentistas, la conversación era amena, sin embargo, salía a relucir el tipo sabihondo que buscaba encontrarle el grado de compromiso a todo, por ejemplo: si un amigo hablaba de un poeta en particular, este interrumpía y preguntaba si sus escritos eran comprometidos. Esta situación se repitió varias veces hasta qué, como todo en la vida, llegó a aburrir, en esa oportunidad tuve que levantarme y argüí:
—El compromiso del escritor es necesario; no el ideológico, sino con sus principios.
—Es una tontería.
—Puede ser, no podemos dar por sentado nada, además, es necesario que los escritores sean comprometidos.
—Eso le da sentido a todo.
—Considero que seguir una ideología no está mal, pero constreñir la obra de un autor, o tu obra misma, en un aspecto de ella, la limitaría y no le permitiría desarrollarse.
—No te das cuenta de lo que hablas.
—Es cierto, no me doy cuenta, he bebido varias cervezas, si le haces caso a un borracho, vas por mal camino.
—Típico… frivolizando con asuntos serios.
—Sabes, vosotros los escritores comprometidos, deberíais casaros y así pasaríais a un estado más elevado.
Todos rieron, la disputa no nos distrajo, dije alguna cosa más y le quité seriedad al asunto —no quería ser el rarito—.
Se me hizo sencilla la lectura, cuando lo comenté con un amigo este me dijo que le pasaba lo mismo. Verne, sin ser un gran narrador, consigue que uno se imagine todo lo que va relatando, es como leer un comic —puntualizó—.
Luego de leer el libro vi la película, después de verla fui a Chinchón, en su plaza tomé una caña y, si mal no recuerdo, llevé el texto conmigo. Mientras disfrutaba de la vista me imaginaba los escenarios. Cuando recorrí el lugar iba fantaseando con estar pisando el suelo que pisó Cantinflas.
Guardé la obra, sería mi compañera de aventuras. El viaje empezaría en la terminal de buses, no logré juntar el dinero necesario para viajar en avión, la pela no estaba de mi lado.
Era la primera vez que realizaría un viaje tan largo. Compré un billete a cualquier parte, ese lugar sería el punto en donde me decidiría a dar el siguiente paso. Una vez comprado el billete me senté cerca de la puerta de embarque, en ese momento unos policías solicitaron mi documentación, proporcioné los documentos, no sin antes preguntar cuál era la razón para dárselos.
Me respondió que se los solicitaban a todos los pasajeros, estaban buscando gente con antecedentes penales. En efecto, al dar mi documentación se comunicaron por radio con sus compañeros, solicitó información y luego, cuando comprobaron que todo estaba en orden, me los devolvieron. La salida del bus se hacía eterna, por eso me puse a observar una gran pantalla de televisión, las personas no dejaban de moverse de un lado a otro, estaban como abstraídas de la realidad.
De repente, sin saber cómo, tenía a un tipo realizándome una encuesta. Cuando me preguntó por mi lugar de procedencia le respondí que era ciudadano del mundo, por el gesto en su cara parecía que la respuesta no le sentó bien, luego preguntó algunas cosas más, según él era una encuesta inocente, sin embargo, le dije: las entrevistas inocentes no existen, todas tienen un fin, en esa finalidad es donde se tuercen.
La encuesta duró un par de preguntas más, se despidió y yo seguí esperando. Quería que faltara poco para salir, me figuraba ubicándome en mi asiento, el vehículo partiría y me llevaría a mi destino. En este punto me di cuenta que no había vuelta atrás, tendría que mirar hacia adelante, había tomado una decisión y por lo tanto tenía que hacer que se realizara. En ese momento una voz comenzó a llamar a los pasajeros, me acerqué al andén, subí al bus y busqué el número de mi asiento, había elegido uno ubicado al lado de la ventana, sin embargo, el emplazamiento era en el pasillo, no me gustó esa situación, pero tuve que resignarme —eso me pasaba por fiarme de un dibujo—, puse mi maleta en su lugar y, mientras tanto, esperé a que partiera el autobús.

Mitchel Ríos

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