Creatividad

De bar en bar

El bar estaba atestado de parroquianos. Era de noche, la gente salía de sus trabajos; los transeúntes sufrían las inclemencias del clima, varios perros callejeros se ubicaban en una esquina, los coches de la policía no dejaban de dar vueltas, cerca de la estación había vigilantes. Un mendigo, un tipo disfrazado y un vendedor de lotería, daban colorido al emplazamiento.
En la barra estaba un sujeto, observaba a la gente, los analizaba, los estudiaba, era su forma de actuar —me sentía el extraño—, al parecer estaba ahí dejando pasar el tiempo, se notaba en sus gestos, en su mirada, en algunos casos se quedaba contemplando en direcciones dispersas, no había tocado el vaso de cerveza, era fácil de deducirlo, estaba como se lo habían servido, aún con la espuma. Era común ver personajes así en estos locales, gente solitaria, perdidos en sus pensamientos, ensimismados, preocupados, tristes.
En una de las mesas había unos japoneses, se dio cuenta cuando escuchó algunas palabras, le sonaron de forma idéntica a los diálogos de uno de los animes de la televisión, por sus gestos se podía deducir su desconocimiento del español, para hacerse entender utilizaba su Smartphone, al parecer tenían instalado un traductor, escribía algunas palabras en el móvil, luego se lo mostraba al camarero, él leía lo escrito en e iba entendiéndoles. Todos los de ese grupo hablaban entre ellos, se reían, no sé si de todos los comensales, pero de algunos sí.
Comenzó a beber, sorbo tras sorbo el vaso se estaba quedando vacío, miró el reloj, estaría asegurándose de tener tiempo suficiente, en ese momento sonó su teléfono, contestó, colgó; sin mediar palabra, cogió unas monedas de su bolsillo, pagó y se retiró, por la prisa parecía ir a algo importante. Salió, la calle estaba hecha un caos, el frío se dejaba sentir.
Conté unos billetes, los metí en un sobre, lo cerré, estaba preparado para entregarlo. El sitio de encuentro era la puerta de la estación, para eso debía de caminar dos manzanas, lamentablemente, poco tardé en darme cuenta del día, era fin de semana, caminar por las aceras era difícil. Apuré el paso para ver si de ese modo cogía una posición más cómoda y evitaba ser empujado.
No tardó en llegar, se encontró con el tipo de la llamada, le entregó el sobre, en un gesto de desconfianza, abrió el sobre, contó el dinero, al estar conforme con la suma, guardó el sobre en un bolsillo de su chaqueta. Sin decir nada más se despidieron.
Aún era temprano, por eso decidió ir a tomar alguna copa más, se decantó por un local nuevo, uno cerca de donde estaba —se le daba bien eso de ir a lugares desconocidos—. Cruzó la calle, caminó tres bloques, torció hacía la izquierda, luego a la derecha, al final del recorrido se encontró con una puerta, la empujó despacio. El ambiente era sombrío, al entrar tropezó con una tabla del suelo, se centró en buscar un sitio a su gusto, vio uno al lado de un muro de carga, caminó algunos pasos y se sentó, cogió la carta, pidió una copa de vino; comenzó a degustarla. Al parecer era noche de parejas, era el único solitario, todas estaban centradas en sus charlas y se escuchaban risas de vez en cuando.
Había decidido estar solo, no tenía necesidad de complicarme la vida, prefería los rollos de una noche —de verdad— era mejor así, se vivía tranquilo, no daba explicaciones a nadie, —era cuestión de perspectiva—, estar en el momento más acorde, sentirme bien.
En ese momento llamó tu atención una pareja de locos, veías de soslayo como se daban de comer en la boca. Les habían servido unos panecillos de tocino y queso, eran la exageración del cariño, por un instante deseaste una relación así, tal vez te gustaría, no obstante, en otros momentos, esa felicidad no era tal, ahora sonreían —como todos cuando estamos delante de otros—, tal vez en la intimidad discutirían, se sacarían los ojos, toda relación era imperfecta, pero en esa imperfección tenían momentos para reírse y disfrutar de los momentos en compañía. Él no quería una relación de ese tipo, buscaba tener a alguien cuando quisiera compañía y que cuando quisiera estar solo se alejara; lo dejara en su soledad, en algunos momentos necesaria.
Cuando intenté relacionarme las cosas no salieron como pensaba, no funcionó, la sensación, al hacer el recuento de lo vivido, era de haber perdido el tiempo, eso no me satisfacía. En ese momento dejó de lado su soliloquio. Sentirse solo no le sentaba mal, pero nunca haría apología de ella, no hablaría de ella como un estilo de vida o alguna otra tontería. Para mí, simplemente, era un estado —se decía—, algo pasajero, todo pasa, todo vuelve, hasta la soledad, hasta las relaciones.
Las risas terminaron, se levantaron, estaban ya limpiando, el chico les dijo: tuvieron suerte de que no les barriera los pies, sino, no se casarían, la chica respondió que era demasiado tarde, estaba casada.
En ese momento me pregunté si aguantaría el matrimonio, si alguien me motivaría tanto como para firmar un contrato de vinculación, si estaría dispuesto a sacrificar mi libertad; no, el matrimonio no fue hecho para mí, ni yo para él, en este caso, no era él, era yo, terminé mi copa, pensé en ir hacia otro bar, vi la hora, no era tan tarde como pensaba, seguí caminando.

Mitchel Ríos

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