Opinión

Crítica solapada

De repente un día se levantó y se dio cuenta de que había envejecido. El proceso fue lento, no fue de un día para otro, pero él no quiso darse por aludido, tal vez se decía que en ocasiones el espejo le mentía. Sin embargo, el paso del tiempo es inclemente, no entiende de razones, tampoco se apiada de aquellos que profieren oraciones al aire para que se detenga. Cuando comenzó a ser consciente del cambio estaba siendo apartado por su familia, pasó a ser un objeto más de la casa, al que no tomaban en serio, al que veían como un mero personaje que era parte de su vida con un papel secundario. Pero él no quería que todo terminara así, sabía que tenía mucho por ofrecer, confiaba en tener las fuerzas suficientes y se rebeló, sacó a relucir ese carácter que siempre lo acompañó y lo hizo llegar hasta ahí. Es así como se embarca en una aventura con un final poco claro, le puede más la emoción de sentirse aceptado, respetado.
Hace cincuenta y un años se estrenó la película El cochecito (Marco Ferreri, 1960), su historia gira en torno a un anciano que decide comprarse un vehículo motorizado para inválidos, debido a que la gran mayoría de sus colegas coetáneos, por necesidad, han adquirido uno. Estos le muestran sus bondades y, poco a poco, van marginándolo porque no posee uno. Con la idea metida en la cabeza está resuelto a hacer realidad su proyecto, sin escatimar en el precio ni en las consecuencias.
Durante muchos años, de 1960 hasta el 2018, el montaje que se podía ver en España era el que se tuvo que adaptar para poder ser estrenada durante la dictadura franquista, se censuró la penúltima escena del filme, pues se consideraba que no iba acorde con los valores de la sociedad que regentaba. Esta versión dejaba en algo anecdótico las pugnas entre los personajes, perdiendo fuerza la frase final que no se llegaba a entender a cabalidad. A pesar de estas trabas el director grabó dos finales, el que le impusieron y el que planificó, de tal modo que el segundo se utilizó en la edición que se estrenó en Italia en el Festival de Venecia.
Esta película, catalogada como una tragicomedia, nos muestra a un excelso Pepe Isbert, en cuyo desempeño recae el peso de la narración, su personaje, Don Anselmo, es el que da sentido a todo lo que se ve en pantalla. La apariencia cómica de esta producción disimula la naturaleza cáustica de su guion, su crítica solapada nos muestra un mundo triste, egoísta, que exhibía el afán consumista, en aquellos años en ciernes. Estas sutilezas demuestran la calidad que puede alcanzar una obra de arte, ya que finge ser una cosa cuando en sí es otra, pues sin que nos enteremos (tampoco los censores) denuncia en nuestra cara los males de la comunidad en la que se inspiró para ser elaborada.
Ver está realización, y centrarse en las locaciones, es echar un vistazo a un mundo que se ha diluido con el paso del tiempo, que representa un Madrid con otros aires, no el de ahora, tan citadino. En sus imágenes podemos admirar una ciudad que estaba cambiando, redibujando su paisaje, mudando de aspecto, debido al avance tecnológico, a la migración y, asimismo, a los distintos planes urbanísticos que tuvieron lugar a finales de los años cincuenta, con sus políticas establecieron las pautas de su crecimiento. Este es un buen testimonio del lugar que habitamos, uno con distintos aspectos por descubrir.

Lume

Agli