Opinión

Crimen sin castigo

En 1989 se estrenó Delitos y Faltas (Crimes and Misdemeanors), una de las obras más destacadas de Woody Allen. Su trama hizo de ella un referente dentro del séptimo arte, convirtiéndola en una de las imprescindibles del director neoyorkino. Destaca, por encima de la calidad técnica, el fondo, el tema y la manera en la que aborda problemas existenciales del ser humano. Generalmente en sus producciones se hacen patentes, sin embargo, en esta realización se enfoca, entremezclando drama y comedía, en un punto fundamental, el de la moral, lo bueno y lo malo, y la perspectiva de la culpa, asimismo, la forma en la que juzgamos determinadas acciones, de acuerdo a nuestro posicionamiento.
Para mostrarnos ese discurrir de las acciones hace un parangón entre la vida de dos personajes antagónicos: uno exitoso y el otro, un perdedor, cada uno con su particular forma de ver la vida, conceptuar el mundo y entender el entorno, Judah Rosenthal (Martin Landau) y Cliff (Allen).
Todos aspiramos a ser exitosos en la vida, si salimos a la calle a preguntar nadie responderá que aspira a ser lo contrario, obviamente, todo esto se debe a los valores positivos que ostenta el término éxito, por el contrario, sería de locos manifestar que se pretende ser un perdedor, afirmarlo implicaría cubrirnos con el manto negativo de su significado. Ambas concepciones no son más que convencionalismos creados a la medida del hombre y, como tal, se dirige en el sentido de sus parámetros. La moral, en este sentido, al basarse en ideas humanas está contaminada por las mismas, pues bien, en esta aseveración se sustenta el aire pesimista que se percibe en la cinta.
Si el hombre es el encargado de ser juez y parte, el mundo está condenado, por sus actos, a hundirse en el caos; porque en lugar de hacerse responsable de su toma de determinaciones, a través de la historia, deja a un ente superior (Dios) y una organización (religión) la responsabilidad de mantener la estabilidad de las estructuras que dan sentido a su proceder. Vivir confiando en una entelequia le ha dado la paz suficiente para actuar cínicamente sin recapacitar en el estropicio de sus juicios.
La actitud de tomar al sujeto como medio y no como fin deja pesadumbre en su camino, esto sucede cuando uno de los personajes se vincula con sus semejantes para saciar sus necesidades, es decir, son lo medios que le brindan: sexo, estabilidad, amor; conforme satisface sus deseos considera a los seres descartables, porque desde su ubicación no son más que objetos. En este punto tiene similitudes con la novela Crimen y castigo de Dostoievski, pero a diferencia de Raskolnikov, Judah no sufre ningún castigo, sino que, más bien, sale liberado, ha extirpado ese mal que ponía en riesgo su mundo ideal, esa liberación nos da pistas de la calidad de su conducta, dejando en evidencia su hipocresía.
Una obra que nos plantea temas que en palabras de su autor: son los únicos de los que vale la pena hablar; tratar otros, banaliza cualquier juicio, en pocas palabras, rebaja el nivel, en tanto, no sean asuntos existenciales.

Mitchel Ríos

Lume

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