Creatividad

Confiado

A menudo, me juntaba con un grupo de amigos con los que hacía pellas e íbamos a jugar a uno de los campos deportivos cercanos. Nuestras salidas las planificábamos con varios días de antelación y nos preparábamos para ello de forma concienzuda, en lugar de llevar cuadernos en las mochilas, cogíamos nuestras deportivas, chándales y pantalones cortos para cambiarnos en los vestuarios de aquel lugar.
No éramos buenos haciendo deporte, pero éramos los mejores haciendo novillos.
Con el paso del tiempo dejamos de asistir a ese sitio, nos subieron el precio del alquiler del campo y eso se salía de nuestro presupuesto, por eso nos hicimos asiduos a un salón de billar llamado The billiards club, era más económico y nos daba margen para invertir en cigarrillos y cervezas.
Quedaba cerca del centro deportivo, a un par de bloques, solíamos pasar por ahí, pero nunca se nos ocurrió entrar. En la puerta tenía un letrero viejo, nos daba la impresión de que dentro encontraríamos a gamberros esperando a por ingenuos para quitarles su dinero.
Lo que al inicio comenzó como una simple curiosidad, se convirtió más adelante en una actividad que nos entusiasmaba. Jugábamos entre nosotros, para hacerlo más interesante, el que perdía pagaba el alquiler, era fácil saber quien era el perdedor, aquel que sumaba menos puntos tras dejar limpia la mesa de bolas.
Una vez, mientras esperábamos que quedara libre una de las mesas, nos centramos en el modo de jugar de un grupo en particular, parecían profesionales, pues uno llevaba un guante en la mano en donde apoyaba el taco, era un elemento curioso, por lo menos a mí me lo parecía, porque solo cubría los dedos pulgar, índice y medio, dejando desnudos el meñique y el anular, por lo visto tenía experiencia en esas lides, se le daba bien. Después de cada golpe, cogía el taco y le aplicaba tiza en la punta, para que salga mejor el tiro —decía. Sabía darles distintos efectos a las billas y utilizar los diamantes. Se le daba bien el juego ofensivo y el defensivo, cuando se le ponían a tiro las troneras no las desaprovechaba y cuando tenía que esconder la billa blanca lo hacía de forma perfecta, la mayoría de las veces su oponente no conseguía hacer un golpe limpio y esto conllevaba una merma de puntos en su marcador. En una de las jugadas su contrincante no dio en el blanco, ocasionando que el del guante se sintiera ganador, así, en ese estado de euforia, deshizo la mesa, movió las bolas y las colocó en posición para empezar otro juego. Sin embargo, perdió de vista que la suma de los puntos en juego superaba por un par de decenas su marcador, esto, a pesar de su buen desempeño, provocó su derrota. Sabía jugar, pero con las sumas y restas iba un poco justo.
Resultaba interesante la influencia de las matemáticas en este deporte, todo residía en dominar los ángulos, las bisectrices y algún teorema, controlando esto se podía ser un máquina en este juego, mas, para llegar a un buen nivel, había que dedicar muchas horas a su práctica, así como ser disciplinado, como mis amigos y yo no éramos ni por asomo seres dedicados, sería imposible que adquiriéramos un buen nivel, tendríamos que quedarnos en nuestra liga, la de los aficionados.
Un día conocimos a un chico, nos cayó bien desde el inicio, lo vimos solo y lo invitamos a jugar con nosotros, de ese modo podríamos ser cuatro y, así, jugar en parejas. Durante nuestros lances percibimos que se le daba fatal, le dijimos: no te preocupes, esto es para divertirse —añadiendo—, nadie nace sabiendo, aprenderás con la práctica.
En una oportunidad no encontré a los colegas y como no tenía nada que hacer, decidí ir solo a The club. Al entrar me encontré al mismo chaval solitario, como había varias mesas libres, nos pusimos a jugar, estaba pasando un momento agradable, hasta que escuché la frase: Y si para hacerlo más interesante apostamos unas monedas.
Yo pensé en ese momento que sería un abuso, pues el nivel que demostró estaba varios escalones por debajo del mío, le dije que siguiéramos jugando así, sin pasta de por medio, no quise soltarle la frase: sabes, no quiero ganarte.
Pasados unos minutos, volvió a insistir.
En tal situación me dije que ya había cumplido al no querer apostar de buenas a primeras, así que, al ver su tozudez, acepté su propuesta.
Como era de esperar terminé ganando, ese día me salió todo, hice jugadas imposibles, me sentí como Paul Newman en The Hustler, si me hubiese observado un caza talentos, con seguridad me fichaba. Estaba en racha.
Tras la contienda, me despedí. Me sentí ganador, estaba en la cresta de la ola, me llevé unos cuantos euros de un modo tan fácil que se me ocurrió la idea de volver a repetirlo, tal vez, era una señal, el destino me estaba diciendo: chaval, esto es lo tuyo.
Al día siguiente fui nuevamente solo, no esperé a mis colegas. Hice lo mismo de la jornada anterior, fui al salón de billar y pasó exactamente la misma escena. Tras negarme inicialmente, cedí tras la insistencia. Todo empezó del mismo modo, comencé jugando bien, sin embargo, por sorprendente que fuera, mi contrincante había mejorado en su desempeño, quizá estuvo haciendo un curso acelerado. Comencé a bajar mi rendimiento, de tal modo que al final fui derrotado. Perdí lo ganado el día anterior e incluso más, me quedé tieso, por confiado.
Al salir, decepcionado conmigo mismo y con mi forma de jugar, tenía muchas cosas en la cabeza, por un momento pensé que había sido muy tonto al creerme el cuento de que era bueno en esas contiendas.
La decepción devino en cabreo, ahora, sin dinero en los bolsillos, tendría que buscar unas monedas para regresar a casa o me vería obligado a volver a pie, con lo que ello implicaba. Por como veía el panorama, conseguir el dinero sería difícil, no me cruzaba con ninguna cara conocida o, por lo menos, con alguien de confianza. Eché de menos a mi banda.

Mitchel Ríos

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