Creatividad

Desayunando pensamientos

Estaba sentado en una silla esperando un café. El bar era uno al que a menudo asistía, no recuerdo muy bien el nombre de la calle en la que se situaba, quizás era la de San Idelfonso u otra, lamentablemente la memoria se vuelve en contra de uno. Sonaba la canción Lobo Hombre en París, no quiero ahondar en ese tema porque no es una certeza. Es sorprendente para lo que da la espera de una bebida.
Ese día hacía un clima templado, sin embargo, no dejaban de funcionar los ventiladores de techo, me daba un poco de temor si, de repente, esos artefactos caían y con fuerza golpeaban en las cabezas de los viandantes. Imaginaba cientos de escenarios catastróficos —tengo una mente hiperactiva—, mi ingenio se ha visto colonizado por las ideas con las que ataca la televisión. Los programas que se centran en la forma tonta de morir han encausado mis suposiciones a fantasear con un accidente de este tipo.
Mientras espero, observo a la gente del exterior, el sitio que elegí está próximo a un ventanal. Este suele ser mi espacio, me gusta porque puedo analizar a las personas que pasan cerca. Algunas se quedan de pie, al parecer no saben a dónde ir, eso me hace reflexionar, no todos tienen claro a dónde quieren dirigirse. En una pared hay un letrero que lleva escrito VADO. Súbitamente, me fijo en una chica…
—Su café.
—Gracias.
—Era largo ¿verdad?
—Sí, siempre lo tomo así.
—En un momento le traigo su croissant.
Cuando nació mi afición por el café lo pedía solo. En esas épocas, en las que aún no era asiduo de este tipo de lugares, casi siempre me lo servían en una taza pequeña, no solía quedar satisfecho, me duraba poco, hasta que descubrí la fórmula para que me sirvieran más, el truco residía en pedir uno largo o, en su defecto, uno americano, con ello solucioné el problema, era menos concentrado, pero por lo menos te servían una taza más grande y llena.
En una oportunidad, en uno de tantos bares solicité un americano y el encargado me espetó.
—Nada de americano, café americano, ¡tiene cojones la cosa —refunfuñó—, aquí solo servimos café largo!
Para no causar problemas, aunque me descolocó un poco, le dije:
—Mientras me sirva una taza llena, me da igual como lo llame.
Nunca antes me pasó algo parecido, sin embargo, me resultó gracioso, no era común ese tipo de objeciones a un pedido, pero imagino que mucho tuvo que ver mi acompañante, él conocía a los trabajadores, había camaradería, por eso soltaron el comentario.
Esa manera de hacerme un habitual en el consumo de café me llevó a escribir un pequeño texto sobre él. Quería conseguir trabajo como redactor, y qué mejor forma que escribiendo unas líneas sobre ese producto. No tengo una idea exacta de la forma en la que desarrollé ese escrito, tampoco tengo presente el contenido, pero más o menos recuerdo que hablaba sobre sus cualidades… puedo estar equivocado.
Una taza de café caliente, siempre es buena en la mañana, mejora nuestro ánimo y nos ayuda a despertar. Hace muchos años los etíopes lo descubrieron, era una baya que crecía de forma silvestre y los carneros la comían. Estos al estar alborotados por el efecto de la cafeína sorprendieron a sus pastores con esos bríos desbordados y energía inusual.
Al principio el consumo de esta bebida estaba solo destinado a los reyes porque le reconocían un sinfín de cualidades dignas de la nobleza. Entre guerras, emigraciones e inmigraciones este producto fue traído a Europa en donde tuvo buena acogida. Con el tiempo este elemento dejó los palacios y llegó a manos de cualquier tipo de gente, con ello su fama se acrecentó y se expandió mas.
En la actualidad no existe producto alguno que tenga tantas variantes y sea bebido en tantos lares, pues, se puede disfrutar en distintos sitios y momentos. Hay cafeterías por todas partes y en los bares también lo sirven, sin duda, es un elemento indispensable en la dieta moderna. Se puede ayunar, pero no se puede dejar de consumir este elixir maravilloso. Podemos considerarlo uno de los descubrimientos más grandes de la historia.
Presenté el pequeño ensayo, con seguridad estaría mal escrito, no sé a dónde fue a parar, quizás a esos sitios en donde se guarda la basura virtual —esta es una suposición mía—.
—Aquí tiene su croissant.
No esperé a que se enfriara mi café, comencé a tomarlo mientras hojeaba una publicación del barrio, una en la que no había demasiada inversión y realizada por iniciativa de los vecinos, me parecía que era de calidad, tenía buenos escritos y viñetas que le daban realce. El tiempo no sería suficiente para poder leerlo completo, tendría que preguntar al camarero si me lo podía llevar, pero mientras tanto seguía disfrutando del desayuno.
El croissant estaba pasado a la plancha. Lo servían en un plato y lo acompañaban con mantequilla o mermelada. Cogí los cubiertos, un tenedor y un cuchillo, lo troceé e inicié su degustación. Esto, sumado al café, me saciaba. De repente, me fijé en un escrito que hablaba sobre el cuento de Borges, El otro. Desde la primera vez que lo leí me causó curiosidad, eso de encontrarte con un yo del futuro o del pasado ya de por si concedía cierto aire de fantasía a la narración y daba pie a dejar volar las ideas e imaginar que un hecho así se daba en mi vida o en la vida de cualquiera, pero en cierto punto, como el mismo texto sostenía, el yo joven olvidaría ese encuentro porque pensaría que estaba soñando, viviría en un momento ideal. En mis circunstancias, algo así sería improbable, había perdido ese don de sorpresa.
Dejé de darle vueltas a la cabeza, terminé de desayunar, me acerqué a la caja, pagué, dejé unas monedas de propina, antes de retirarme pregunté si podía llevarme la publicación, me dijeron que no había problema, si quería podía llevarme otro, pero solamente me interesaba el que tenía en la mano.

Mitchel Ríos

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