Creatividad

De su cosecha

En época de cosecha, y al estar reunidos alrededor de una estufa, los mayores aprovechaban para dar rienda suelta a su imaginación. Se dejaban llevar por el momento, engarzaban frases —su verborrea nos dejaba patidifusos—. El tema de sus narraciones era recurrente, giraba en torno a hechos truculentos; su leitmotiv eran los fantasmas. Nos provocaban miedo. Se daban cuenta del impacto de sus palabras, agregaban más detalles… nos causaban inquietudes, nos incitaban a tener sueños angustiosos, pesadillas.
El estilo de narrar lo redescubrí en libros sobre mitos y leyendas.
Tenía lugar una especie de concurso, eran varios, entre ellos intentaban superarse, confiaban en sus dotes histriónicas. Algunos nos hacían vivir la narración, otros, por el contrario, a causa de sus formulaciones dubitativas, no.
La introducción y el manejo de escena eran fundamentales, solo así conseguían nuestra atención. Todos sus relatos se basaban en hechos reales. Conocían a un amigo enterado del asunto, este les decía, en confianza, lo ocurrido. Las historias solían ser similares, efectuaban algunas variaciones para no repetirse. Era difícil elegir un ganador porque todos nos caían bien.
Cuando me topé por primera vez con un texto de este tipo tuve la sensación de haber escuchado lo mismo en otra época. Para mí, escuchados de viva voz, sonaban mejor, leerlos no me causaba la misma expectativa, no fue una buena idea llevar lo oral a lo escrito, las adaptaciones son odiosas —me repetía—.
Después de escuchar esos relatos íbamos temblando al cuarto, estaba iluminado por la luz tenue de unas velas, para dormir debíamos apagarlas, si no lo hacíamos corríamos el riesgo de provocar un incendio, primero soplábamos en dirección a la llama, luego humedecíamos las yemas de nuestros dedos y terminábamos de apagar la mecha. Al hacerlo el recinto quedaba completamente oscuro, todo se magnificaba, las moscas hacían más ruido al agitar sus alas.
Se notaba la buena voluntad del realizador de la adaptación, pero le faltaban cosas anexas, por lo visto esperaba contar una historia cualquiera, sin dar el énfasis adecuado a los puntos más esenciales. Yo no soy un crítico literario, ni escritor, ni escribidor, quizás un simple amanuense, pero leyendo un texto me doy cuenta si vale, o no, la pena. Mis juicios siempre han sido básicos, no tenía misterio, me basaba en mi capacidad de discriminar.
En grupo nos sentíamos a gusto, en la soledad de la cama perdíamos esa comodidad. No bien nos recostábamos, venían imágenes a nuestra mente, les poníamos rostro a cada uno de los personajes y repetíamos cada una de sus situaciones. Era difícil conciliar el sueño, sufríamos de insomnio a causa de las ideas oídas durante las narraciones. Tal vez, en algún lugar del mundo, existían esas criaturas, se nos ocurrían millones de posibilidades, teníamos un pensamiento hiperactivo. El tiempo pasaba lentamente, era un trance pesado, en ese momento nos arrepentíamos de estar en aquel lugar, ansiábamos la llegada del amanecer.
Se había perdido demasiado —venía meditándolo—, no se podía ser exacto a la hora de transcribir lo oral sin sonar mal, hablar y escribir son artificios distintos, estaba seguro de eso.
Conforme crecíamos, ascendíamos de estatus, comenzábamos a formar parte del grupo de los mayores. Nos divertía entretener a los oyentes, intentábamos cautivarlos, nuestra meta era sonar interesantes, nos sacábamos ases de la manga, desde nuestra perspectiva usábamos las palabras adecuadas. Cuando notábamos la atención del público continuábamos con otra historia, a veces nos extendíamos, pero el momento lo requería. Las caras de los niños nos causaban satisfacción, eran quienes más se entretenían, sus rostros eran el acicate para continuar.
Durante el día ese temor pasaba, se hacían las actividades de forma tranquila, nadie hablaba hasta estar nuevamente cerca de esa estufa, ese ambiente volvía a propiciar el relato de historias.

Mitchel Ríos

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